Eleguá aqui boru aqui boi a boi bochiche oluami omatielli olua atacasorde alacomaco mani bata adoridale jolo yaguna eleku unsuku ubeleku sukun a la róyo usu eye. (Salutación lucumí al oricha Elegua)Un mulato de aspecto feroz, con el cuerpo decorado con llamativos tatuajes, firmas de los orichas, colocó ante mi el cuenco con la sangre del carnero que acababan de sacrificar. Poco antes había arrancado la cabeza de un gallo con los dientes y todavía tenía los labios enrojecidos por la sangre que le caía por la comisura de los labios hasta el pecho. A mis pies se encontraba la cabeza y las cuatro patas que acababan de arrancar del cordero sacrificado. Todos los ojos estaban clavados en mi. Rosa, la palera que nos había invitado a asistir al ritual me taladraba con su poderosa mirada. Vieja amiga, sólo me había puesto una condición para permitirnos asistir y fotografiar la celebración: "Tienen que participar con nosotros en todos los actos". Y como uno sólo tiene una palabra, tomé el cuenco con las manos cruzadas como es rigor en Palo Monte, después inspiré, cerré los ojos y bebí la sangre. Y cuan Santo Sacramento de la comunión, la sangre del cordero nos "bautizó" permitiéndonos acercarnos un poco más a los secretos de la poderosa Regla de Palo Monte.
Los imprevisibles acontecimientos que se suceden en toda investigación son los que llevan a uno a estas situaciones.
Días atrás, y a más de 350 kilómetros de distancia, en Guanabacoa (la mata de la brujería cubana) habíamos tenido el privilegio de poder asistir a un ritual de tambor que iba a celebrarse ese día. A pesar de la entrañable amistad que nos une con el santero Esteban Valdés, nuestro padrino en la Regla de Ocha, no nos fue permitido fotografiar el secreto ritual. No es bueno que los secretos sean divulgados indiscriminadamente, y los tambores, tan sagrados en santería como lo son en el vudú, el ñañiguismo u otros cultos africanos, no debían ser fotografiados. Como tampoco debían serlo los nuevos creyentes que se iniciaban esa tarde. Habría otros rituales, y otras celebraciones que podríamos fotografiar y filmar, como ya lo habíamos hecho en anteriores viajes a Cuba. Pero la diferencia entre un santero o un palero auténticos, como Esteban Valdés, y un falsario, es que el primero respeta los secretos de su religión, y el segundo no duda en vender esos secretos a cualquier turista curioso por un puñado de dólares.
Durante más de seis horas, hasta bien entrada la noche, los tambores bramaron sin cesar, mientras casi un centenar de espíritus libres, descendientes de esclavos africanos, cantaban y bailaban en honor de los orichas (dioses del panteón yoruba). Y solemnes letanías en dialecto lucumí, la lengua de los antiguos negros arrancados del continente negro en nombre de un dios blanco y "civilizado", homenajeaban a Eleguá, Changó, Yemayá, Ochún, Babalé Aye, etc.
Uno a uno los neófitos desfilaron ante el altar de Esteban Valdés, y después ante los tambores sagrados, a los que saludaban reverentemente echándose al suelo completamente, cuan sacerdote que recibe su ordenación.
Los espléndidos trajes rituales de Oya, Changó y Obatalá desfilaron ante nuestros ojos vestidos por los nuevos iniciados, cuyas edades oscilaban entre un niño de 11 años y una mujer de unos sesenta. En la santería afro-cubana no hay edad mínima ni máxima para abrazar la religión.
De pronto, entre la muchedumbre, alguien grita y comienza a moverse espasmódicamente. Ha sido cabalgado. Los orichas se comienzan a dejar sentir su presencia. Los animales que les habían sido sacrificados anteriormente, y cuyo sacrificio no nos fue permitido presenciar en esta ocasión, habían sido de su agrado.
Una de las iniciadas, tocada con las ropas del temible Changó, Señor del Fuego y de la Guerra, había sido iniciada anteriormente en la Regla de Palo Monte o Palo Mayombe, una religión afro-cubana más dura y rígida, a ojos europeos, que la santería. Aquella mujer, perteneciente a la clase social más acomodada de La Habana, y cuya identidad obviaremos por propia petición, no tubo inconveniente en mostrarnos su "rayado". El "rayado" es el rito de iniciación por excelencia en la Regla de Palo Monte, durante el cual el neófito es herido con un cuchillo en varias partes de su cuerpo. Las profundas cicatrices en el pecho, brazos y piernas de aquella aparentemente frágil burguesa cubana, resultaban temibles.
Afortunadamente para ella, tras tan dura prueba, que había superado sin un lamento de dolor, como ha de ser entre paleros, había conseguido permiso para hacerse la cirugía estética y disimular así parcialmente las heridas del "rayado". No podía suponer yo en ese instante que pocos días más tarde podría asistir personalmente a algunos de los legendarios ritos secretos del Palo Mayombe, como el "baile de cuchillos", la suelta de palomas o la "alimentación" de una Nganga.
Pero eso sería una semana más tarde. Ahora estábamos sumergidos en un ritual santero de tambor en Guanabacoa. Y de pronto me descubrí a mi mismo, absolutamente inmerso en el rito. Rodeado de docenas de negros, trigueños y mulatos, literalmente sumergido en la masa, me sorprendí siguiendo el lenguaje de los tambores. Mas de cien personas, apiñadas en un cuarto de no más de 20 metros cuadrados, nos movíamos al unísono conducidos mágicamente por la música. Y lo que más me fascinó es que, cuando quise darme cuenta, estaba flanqueado por montones de niños. "Pioneros" de 7 o 9 años que vibraban con los tambores entre risas, como si solo estuviesen jugando. Para ellos la santería no tenía nada de morboso o terrible, una imagen a la que estamos habituados en Europa. Para los niños la santería, la religión, es tan alegre, sana y divertida como la música o la danza caribeña, pero mucho más trascendente. Y así, bailando en espiral, como si fuésemos una gigantesca serpiente, nos dejamos llevar por los orichas.
Palo Monte en Trinidad Ochosi achó nifuwew iyá-n iyeguire odemata ode baru baroliyo akiko mosiere kama -r- Ikú kama arene kama areyo kama arofo. (Salutación lucumí al Oricha Ochosi)
Rosa Sánchez es una de las paleras más importante de Trinidad, una hermosa villa colonial ubicada a unos 350 km. al sur de La Habana. Cuando nos dio su permiso para asistir y fotografiar un ritual de Palo Monte nos entusiasmamos. Muy pocos europeos han tenido la fortuna de presenciar, y menos aún de fotografiar, los ritos paleros. La condición para asistir a la reunión era que participásemos activamente en todos los actos, y tan solo se nos prohibió fotografiar a Rosa Sánchez al lado de su "prenda", la poderosa nganga (caldero mágico confeccionado con restos humanos y otros elementos), durante los sacrificios de los animales. Por razones que no podemos comprender eso, según Rosa, podría perjudicar su energía (?).
Y a la hora establecida nos personamos puntualmente en el lugar acordado.
Además de nuestra querida amiga, aproximadamente dos docenas de paleros y paleras, con los cuerpos decorados con pinturas rituales, aguardaban nuestra llegada para iniciar la ceremonia. Entre los presentes ancianos de 60 o 70 años, y niños que no pasaban de los 12. Siempre impresiona encontrarse niños de tan corta edad participando activamente en ritos tan duros, a nuestros ojos, como la Regla Conga, o Regla de Palo Monte. Pero la sonrisa de sus labios dejaba claro que no se sentían impresionados por aquel mágico contexto que, al fin y al cabo, es el mundo en que están acostumbrados a vivir.
Por fin, Rosa reclamó la atención de todos, y desapareció tras una puerta. Había comenzado la celebración.
En pocos minutos comenzaron a desfilar, uno por uno, todos los paleros frente a esa puerta que, al llegar nuestro turno, averiguaríamos que daba a un discreto patio trasero de la casa. Tres golpes en la puerta y seña y contraseña suenan respectivamente a un lado y otro de la puerta. Cada palero debe responder correctamente al rito cuya antigüedad se pierde en la noche de los tiempos, una noche oscura como la piel de los africanos esclavos que llegaron a cuba a bordo de los cargueros negreros trayendo como único equipaje permitido por los traficantes su religión. Mas tarde, bajo la opresión de "ministros de Cristo", se vieron obligados a disfrazar sus dioses con el santoral católico, convirtiendo al travieso Eleguá -Guardian de los caminos- en el Niño de Atocha; a la sensual Ochun en la Virgen de la Caridad del Cobre; al temible Changó en Santa Bárbara; a el sabio Babalu Aye en San Lázaro; a la maternal Yemayá en la Virgen de Regla, y así un sinfín se orichás que tuvieron que ser sincretizados con los santos católicos a golpe de látigo.
Pero en ese instante ya no hay látigos, ni torturas, ni asesinatos en el nombre de Dios, y los orichás podían descender libremente sobre los creyentes sin necesidad de sus disfraces católicos. Y los paleros comenzaron a cantar en dialecto lucumí, al son de los tambores, los himnos y salutaciones para sus dioses. Cánticos yorubas heredados de generación en generación, desde los primeros esclavos arrancados de África hace casi 500 años, hasta sus descendientes, los paleros que nos rodeaban.
Apenas a un metro de mí, tronada en una especie de altar lleno de ofrendas, se encontraba la temible nganga de Rosa Sanchez, su "caldero de poder". Según me había contado la veterana palera en un anterior viaje a Cuba, su nganga tenía extraordinarias facultades y mucha energía y, según afirmaban, había llegado "a mover pesados objetos sin que nadie los tocase". Nganga, prenda, caldero, aquella especie de cacerola presentaba, desde su presidencia del ritual, un aspecto inquietante. Y más inquietante aún cuando se conoce su contenido: plantas y raíces, piedras mágicas, huesos de animales, fórmulas mágicas... y restos humanos...
Había llegado el momento de "dar de comer a la prenda". La nganga "tenía hambre", y antes de continuar la invocación a los orichas había que contentar al "señor". Eso significaba que la sangre de los sacrificios estaba a punto de correr, y abundantemente. Algún desdichado animal estaba a punto de morir...
Muerte y posesión en Palo Monte Oba kosó kisi ekó akama sía okuni buburu buburuku ki ton lo oguo oba chocotó ka`guó cabo si illé. (Salutación lucumí al Oricha Changó)
Con ánimo de conseguir algunos planos generales en el reducido recinto crucé el patio, entre los paleros que bailaban ya agitadamente al son de los tambores. Y allí atrás, atado a un árbol, estaba el cordero cuya sangre alimentaría la nganga, y a nosotros, poco después. Balaba desesperadamente, como si adivinase la suerte que le aguardaba.
Casi instantáneamente llegó Rosa quien, sin ápice de duda en sus manos, desató al animal y se lo colocó sobre los hombros. Con el desconcertado cordero en volandas, y bailando al son de la música, la palera cruzó todo el patio para depositar la víctima del sacrificio ante la nganga. Lo más sorprendente es que el cordero se quedó quieto, acostado en el suelo ante la prenda, sin mover un músculo, esperando la muerte.
Poco a poco, casi imperceptiblemente, el ritmo de los tambores se acelera, y los cánticos en lucumí siguen ese ritmo, igual que los pies de los paleros que bailan cada vez más frenética. Nosotros, torpes europeos, no estamos acostumbrados a ese ritmo. Además el calor nos empapa las camisetas. Hemos pillado la estación seca en Cuba, y estamos al borde de la deshidratación.
El ron comienza a rodar. Mezclados con los paleros, tarareando al ritmo de las letanías lucumis que no entendemos, intentamos mantener la mente despejada para no perder detalle de la celebración. Sin embargo el ron de caña es fuerte. Duro de tragar. Al menos para nosotros. Los paleros, sin embargo, engullen del cuenco el ron como si fuese agua.
Por supuesto, la nganga también "bebía" ron, escupido por los paleros sobre ella. Y "fumaba". Rosa "fumeaba" la nganga con un gran cigarro puro. Metiendo en la boca la parte encendída soplaba con fuerza proyectando una gran nuve de humo -y con ella, en teoría, su energía- sobre la nganga. El humo del tabaco, y el ron, se sumaban al trepidante ritmo de tambores y al agobiante calor para crear una atmósfera casi onírica a nuestro alrededor.
Por fín uno de los paleros tomó al cordero en brazos sobre la nganga, y otro sacó de algún sitio un largo y afilado cuchillo. Con habilidad de carnicero el improvisado matarife atravesó el cuello del animal rajando las venas. La sangre comenzó a manar a borbotones regando la nganga. Una vez había "bebido" la prenda, se llenaron unos cuencos de madera con la sangre que seguía manando del moribundo cordero.
Primero bebió la "madrina", y después nos pasaron el cuenco a los "invitados de honor". Vacilantes, pero obligados por el compromiso contraído, llevamos el cuenco a los labios. Y sentimos el dulce, y por dulce inesperado, sabor de la sangre.
El ritmo de los tambores acelera aún más. La danza es frenética. El ron y el tabaco siguen corriendo, y por fin los orichas hacen su aparición. Uno de los paleros es poseído por los dioses. Con bruscas contracciones se revuelve por el patio. Toma un gallo y le arranca la cabeza con los dientes. La sangre le resbala por el rostro y cae sobre la nganga.
El poseso no es un campesino, ni un ignorante lugareño. Se trata de Jesús Pérez Sánchez, un doctor en medicina que poco antes había estado examinando la mano que me había roto durante la visita a una zona selvática repleta de cuevas, que fueron utilizadas por Che Guevara y Fidel Castro durante la revolución contra el dictador Batista, y siglos antes por los indios tainos, que en sus paredes reflejaron con pinturas rupestres, sus leyendas sobre dioses blancos llegados del cielo... pero esa es otra historia.
Es un tópico incierto, como casi todos los tópicos, afirmar que las religiones afro-cubanas están relegadas a la clase más humilde y menos culta, y la posesión del Dr. Pérez, a la sazón padrino de un conocido pintor y artista de Trinidad, es un buen ejemplo.
Y mientras el médico-palero era poseído por los orichas, otro gallo es tomado por el matarife que le corta en dos la cabeza clavándole la hoja del cuchillo dentro de la boca. En medio del frenesí el poseído es izado sobre los hombros de algunos paleros entre gritos de alegría. Están contentos de poder saludar a los dioses. A diferencia de las grandes religiones en la Regla de Palo, como en el vudú, la Santería o el Candomblé, no hay un intermediario entre la divinidad y los creyentes. No hay un ministro, un sacerdote o un pastor que condicione el contacto con lo trascendente. El palero puede enfrentarse cara a cara con los dioses, e incluso puede llegar a recibirlo en su propio interior. Eso es la posesión.
Sangre, sudor y sonrisas Aguanillí irebeyo ama kan oke aguana ashe irisha oké oló moforibale oké. (Salutación lucumí al Oricha Ogún)
Para un observador extranjero, ante lo expuesto, el Palo Mayombe puede parecer un credo primitivo, sangriento y cruel. Y lo es. Pero es mucho más. Algo que nos sorprendió sobremanera fue observar la alegría y las sonrisas de los paleros. No había expresiones sobrias ni feroces durante los cánticos. Tan solo nosotros parecíamos sorprendidos, o hasta incómodos, por la sangre derramada. El baile, la música y la fiesta, que en definitiva es lo que supone toda celebración de Palo Monte, derrocha alegría. Y veíamos esa alegría reflejada en los ojos de los paleros, especialmente de los niños, que a pesar de su corta edad no se sentían impresionados por la crudeza del rito, y disfrutaban de él plenamente.
Y ese carácter alegre y vital del Palo nos sería mostrada en otra etapa del ritual. Dando un giro de 180 grados la apariencia tenebrosa del rito se torna luminosa durante la celebración de la "suelta de las palomas".
Varias palomas son repartidas entre los paleros. El ritmo de los tambores varía, adquiere otro tono más sereno. Y al ritmo de la percusión se va formando una fila constituida por los paleros que portaban paloma y por nosotros. De esta forma, moviéndonos como una larga serpiente, cruzamos el patio y luego toda la vivienda, hasta salir a la calle. Siempre al ritmo de los tambores. Una vez fuera, y a una voz de Rosa Sánchez, todas las palomas son soltadas llevando en su vuelo las peticiones de los creyentes hasta los cielos donde moran los orichas. Y seguimos su vuelo hasta perderse en el cielo entre aplausos y gritos de júbilo. Todas las palomas han echado a volar y ninguna se ha quedado en tierra o en los tejados, y eso es un buen augurio. Ailín, la palera más joven, que no alcanzará los 11 añitos, da saltos de alegría gritándole a las palomas que vuelen, que vuelen hasta Yemayá, hasta Ochún y hasta Oya, hasta el trono del mismísimo Obatalá, y les trasmitan los saludos de los paleros de Trinidad. Pero la ceremonia no había terminado, nos quedaba todavía un último acto de la obra: el "baile de los cuchillos".
No todos los paleros pueden celebrar esta operación, por el peligro que radica. Rosa nos invita a que uno de nosotros, concretamente mi compañero Miguel Blanco, vende firmemente los ojos del bailarín. Y así lo hace. Mientras Miguel procede al vendado de los ojos, asegurándose de que resulte imposible ver nada a través de la venda, el bailarín escucha los consejos de Rosa. La veterana palera le pide absoluta concentración en los que va a hacer. Después se encara con el responsable del tambor, un atlético prieto, y con dureza en el tono le recuerda su responsabilidad en este rito. "Si tu dejas de tocar, o aflojas él se va a cortar. Si tu te cortas el se corta". La escena se antoja casi absurda para el extranjero, pero así es el Palo Mayombe. El bailarín caería en una especie de trance y comenzaría a golpearse el cuerpo con dos afilados cuchillos -uno de los cuales había servido para matar a los animales del sacrificio. Si los tambores atraían a los orichas, y estos protegían al bailarín, este no se cortaría. Y no se cortaría ni al golpearse con los cuchillos ni al blandir un temible machete en una frenética danza que también presenciaríamos.
Sin embargo, en un momento determinado, el esfuerzo requerido era mayor que las ya escasas energías, y el ritmo del tambor aflojó un poco. Tal vez los nervios de saberse observado por ojos extranjeros, los nuestros, hizo que el ritmo del tambor se alterase. Al final de la celebración me acerqué al bailarín que presentaba una herida en su brazo izquierdo. Por primera vez en su vida -según me dijo- se había cortado durante el "baile de los cuchillos".
Las afiladas hojas del "baile de los cuchillos" son reales y auténticas, como los sacrificios rituales, la sangre que bebimos, las sonrisas de los niños, o la energía que se desprende del ritmo de los tambores sagrados. No hay hipocresía ni fabulación conformista. El Palo Mayombe es así; duro, vital, cruel, alegre, impecable... como la mezcla genética que llevan en la sangre los paleros cubanos. Mezcla de la salsa o el merengue, la esclavitud, el sol del Caribe, y la rememoranza de una patria africana perdida en la memoria, y en las cicatrices heredadas en el alma de los hijos y nietos de los guerreros congos que llegaron a las plantaciones de algodón hace 500 años. El Palo Mayombre es dulce y amargo, alegre y temible, vital y mortal... como la vida misma.